Es una de las imágenes más duras y sobrecogedoras del Holocausto: un soldado nazi con gafas de montura redonda, uniforme impecable, apunta con una pistola a la cabeza de un hombre arrodillado, vestido con saco y corbata, frente a un pozo lleno de cadáveres. A su alrededor, tropas alemanas observan la escena con frialdad. Durante décadas, se la conoció como “El último judío en Vinnitsa”, y fue objeto de leyendas, omisiones y errores de ubicación. Pero ahora, gracias al esfuerzo histórico combinado con herramientas modernas, esa fotografía ha comenzado a revelar sus secretos más ocultos.

Jürgen Matthäus, un historiador alemán, lleva años desentrañando el rompecabezas detrás de esa imagen. Su investigación, apoyada en archivos, testimonios y en colaboraciones con el grupo de periodismo de código abierto Bellingcat, ha ido reconstruyendo pieza por pieza lo que hasta hoy era en gran parte un enigma. Y su aporte más reciente, publicado en la revista académica Zeitschrift für Geschichtswissenschaft, identifica con un alto grado de probabilidad el momento, el lugar y hasta al hombre que sostiene la pistola.

Según sus conclusiones, la masacre ocurrió el 28 de julio de 1941, probablemente en horas de la tarde, en la ciudadela de Berdychiv (Ucrania), a unos 150 km al suroeste de Kiev. No en Vinnitsa, como se creía, sino en esa fortaleza cercana, dentro de una campaña sistemática de exterminio que el comando Einsatzgruppe C venía llevando adelante, con la misión de “limpiar” la región de “judíos y partisanos”. Este tipo de unidades móviles del nazismo actuaban en el territorio recién ocupado de la Unión Soviética, ejecutando poblaciones civiles sin juicio alguno. 

El protagonista identificado como el perpetrador de ese instante fatal es Jakobus Onnen, nacido en 1906 en el pueblo alemán de Tichelwarf, cercano a la frontera con Holanda. Era profesor de francés, inglés y gimnasia, y se había afiliado al partido nazi antes de 1933. Matthäus describe el proceso de investigación: archivos polvorientos, casualidades, cruzamiento de datos, consultas expertas y, finalmente, el uso de análisis de imágenes mediante inteligencia artificial. 

Un lector se acercó al investigador con cartas antiguas que guardaba su familia: creía que el hombre con la pistola podría ser el tío de su esposa, Jakobus Onnen. Aunque muchas de esas cartas enviadas desde el frente oriental fueron destruidas en los años 90, aún conservaban fotografías de Onnen. Esas imágenes fueron utilizadas por voluntarios del equipo de Bellingcat para realizar comparaciones con la fotografía de la masacre mediante algoritmos de reconocimiento facial. Los expertos señalan que, al tratarse de imágenes históricas, no es posible lograr coincidencias tan altas como en contextos forenses modernos, donde se obtienen índices del 98 o 99,9 por ciento. Sin embargo, la similitud fue suficientemente alta para que al combinarse con la evidencia documental pudiera respaldar una publicación académica. 

Onnen nunca ascendió a rango elevado dentro del aparato nazi, y murió en combate en agosto de 1943. “Participar en un asesinato como ese se daba por sentado y no te hacían merecedor de ningún premio”, comenta Matthäus. También lamenta que las cartas que Onnen envió desde el frente, que podrían haber ofrecido luces sobre sus convicciones, fueron destruidas. Un pariente que las había leído años atrás las describió como “banales”, sin que parecieran revelar discursos ideológicos elaborados. 

Matthäus, hasta esta primavera director del departamento de investigación del Museo Conmemorativo del Holocausto en Washington DC, subraya el valor simbólico e histórico de esta imagen. En su obra más reciente, Gerahmte Gewalt (“Violencia enmarcada”), analiza álbumes fotográficos compilados por soldados alemanes en el frente oriental. Considera que la fotografía de la masacre de Berdychiv es tan significativa como la icónica imagen de la puerta de Auschwitz, pues retrata la violencia en su forma más directa: el ejecutor y la víctima frente a frente. 

El horror que registra esa escena es también un espejo del lugar ominoso que ocupan los llamados “sitios de matanza” o killing sites en el relato del Holocausto. Mientras los campos de exterminio como Auschwitz concentran la memoria mundial, miles de fosas y lugares de ejecución masiva en Europa del Este --especialmente en la Unión Soviética ocupada-- quedaron dispersos, anónimos y muchas veces olvidados. De los más de 2.500 sitios de matanza identificados en la antigua URSS, muchos continúan sin nombre ni reconocimiento público. 

Matthäus sabe que el trabajo no termina con la identificación del ejecutor. Otra pieza crucial es determinar quién fue la víctima arrodillada con traje ante el pozo de cadáveres. En colaboración con el historiador ucraniano Andrii Mahaletskyi, recurre a archivos soviéticos de las comunidades locales en la zona de Berdychiv. Si se hallan imágenes comparables del hombre abatido en colecciones locales o familiares, también allí la inteligencia artificial podría asistir como herramienta de comparación. Pero la tarea es ardua: mientras los nazis documentaron con extremo detalle los nombres de deportados del Oeste europeo, la mayoría de los asesinatos masivos en el Este siguen sin identificar ocho décadas después. “Hubo más de un millón de víctimas en la Unión Soviética ocupada --dice Matthäus-- la mayoría siguen siendo desconocidas, tal como pretendían los asesinos”. 

Este hallazgo ha reactivado debates contemporáneos acerca del uso de la inteligencia artificial en las humanidades, del rol del testigo histórico y del deber de memoria colectiva en sociedades que muchas veces prefieren olvidar. Matthäus advierte que la IA por sí sola no es una bala de plata: “es una herramienta entre muchas. El factor humano sigue siendo clave”. No basta con algoritmos; se requieren contexto, juicio crítico, cruzamientos documentales, revisiones archivísticas.

Además, el resurgimiento de esta imagen plantea una interrogante ética: ¿cuánto pesa la reconstrucción del pasado en el tejido presente? En tiempos en que resurgen discursos negacionistas y revisionistas, la restauración de nombres --del verdugo y de la víctima-- cobra un valor simbólico que trasciende la academia. Porque esa fotografía, conocida, reproducida y mal ubicada, se transforma ahora en testimonio reparador: rompe la invisibilidad que buscó el crimen y devuelve humanidad tanto al asesino imputado como al anónimo abatido.

 

 

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