Ana y Eduardo se conocieron a los veinte y vivían en provincias distintas. Se enamoraron profundamente, pero la imposibilidad de verse fue enfriando las cosas. Tres décadas más tarde, en plena pandemia, un reencuentro a través de las redes lo cambió todo

Era la sonrisa más linda que había visto en su vida. Los ojos más lindos. El chico más lindo. Su hermana seguía mostrándole el álbum del viaje, pero Ana ya no miraba ni escuchaba nada. ¿Podía enamorarse de una foto, de una sonrisa? ¿Así que esto era el amor a primera vista?

Era julio de 1987 y la hermana de Ana había vuelto hacía poco de unas vacaciones en Carlos Paz con sus amigas. El chico de la foto se llamaba Eduardo y vivía en la Villa. Había tenido una historia de verano con una de las chicas del grupo y ahora iba a ir a visitarla a Rosario. Como la hermana de Ana vivía sola, lo había invitado a parar en su casa. Eduardo llegaría en unos días.

Con veintiún años, Ana era tímida, estructurada y bastante ingenua. Tenía muchos candidatos, pero le importaban más otras cosas, los estudios, su familia. Nunca había tenido el interés suficiente para querer intimidad con ninguno. Lo de Eduardo fue distinto. En cuanto supo que estaba en Rosario, sintió la necesidad de conocerlo. Fue a la casa de su hermana con cualquier excusa. Y, por primera vez en su vida, sintió las famosas “mariposas en la panza”.

Fue raro lo que pasó después porque, en vez de ponerse nerviosa, le habló como si ya lo conociera. En cambio, no se reconocía a sí misma: estaba simpática y desenvuelta, un tema llevaba al otro en una charla que se extendió durante horas y descubrir que a él le pasaba lo mismo la incentivaba más todavía.

 

Aquella vez Edu se quedó por cuatro días, pero a los dos les bastó con esa tarde para saber que querían estar juntos. “Era otra época –le dice Ana ahora a Infobae–. No había celulares y la distancia entre Rosario y Carlos Paz nos parecía eterna. Así que lo que siguió fue novelesco”.

Ana buscó cualquier excusa para ir al departamento de su hermana cuando se enteró que Eduardo estaba de visita (Imagen ilustrativa Infobae)Ana buscó cualquier excusa para ir al departamento de su hermana cuando se enteró que Eduardo estaba de visita (Imagen ilustrativa Infobae)

El teléfono fijo sonó todo lo que les permitía el presupuesto. Y cuando no pudo más, un mes después de la primera visita, Eduardo se fue a dedo a Rosario para volver a verla. No sólo para eso, en realidad: quería hacerle una propuesta, quería que fuera su novia. Así llegó el primer beso y las presentaciones oficiales. Esa vez él volvió a quedarse en casa de su hermana. “Era un noviazgo etéreo, inocente: salíamos, íbamos a bailar o a tomar algo, pero después yo me volvía a dormir a la casa de mis padres. Nunca pasamos de los besos. Todo era muy adolescente y muy romántico”, cuenta Ana.

La despedida fue difícil: no sabían cuándo podrían reencontrarse. Otra vez ardió el teléfono fijo y comenzó el ida y vuelta de cartas cargadas de promesas y futuro, a una edad en la que estaba todo por delante. En diciembre él volvió a Rosario para pasar la Navidad con ella y su familia, lo de ellos iba en serio y estaban felices. “Yo caminaba sobre las nubes, estaba con el chico más lindo que había conocido en mi vida y nos queríamos”, dice Ana.

En febrero, Ana viajó con un grupo de amigas a Carlos Paz. Pararon frente a la casa de Eduardo y también hubo presentación formal con su familia. Los novios se encontraban en el boliche y después él la llevaba en su Citroën Ami 8 rojo al lago. Ahí se besaban hasta el límite de lo prohibido. El sexo fuera del matrimonio no era una posibilidad para Ana y él respetaba el mandato como podía hasta que el “no” se imponía definitivo y se peinaban y acomodaban la ropa.

El regreso de Ana a Rosario marcó otra vez la distancia. No tenían posibilidades económicas de verse seguido y ella empezó a notarlo cada vez más frío: “Ya no era el mismo, pasó de decirme que me amaba y quería que estuviera con él a otro tipo de cariño”. Los llamados y las cartas se espaciaron y al final Eduardo dejó de responderle. “Yo insistía, pero ya no contestaba. Empecé a aceptar salir con otros chicos, pero no perdía la esperanza de que Edu reapareciera porque no podía entender qué había pasado. Todos me parecían más feos y menos simpáticos. Por dos años no pude sacármelo de la cabeza”, dice.

Hasta que, en el verano de 1990, Ana convenció a dos amigas de volver a la Villa. El objetivo era claro y tenía nombre: necesitaba saber qué le había pasado a Eduardo. “Lo llamé y le dije que estaba yendo –cuenta–. Y él me fue a esperar y fue muy correcto, pero esa noche fui con mi amiga a un boliche, expectante para bailar y hablar con él, y él cayó con una chica lindísima. Yo me sentí el patito feo. Ni siquiera lo saludé, mi amiga y yo nos fuimos. Recién ahí pude cortar realmente con la relación”.

De vuelta en Rosario, Ana se dispuso a conocer a otros para olvidarlo definitivamente. Y a los pocos meses, en efecto conoció a un chico amoroso del que se enamoró de otra manera. “Ya no era el amor platónico e idealizado que había tenido con Edu, sino un noviazgo más realista, hecho de cotidianidad, planes y proyectos. Había encontrado a mi compañero de ruta, el hombre con el que iba a casarme”, dice.

Eso pasó exactamente seis años después y Ana dice que desde entonces tuvo un matrimonio feliz y placentero. Les iba bien, viajaban, tuvieron tres hijos; “él siempre fue el mejor marido del mundo, y lo sigue siendo”, aclara. Fue la pandemia, las horas de ocio y el aburrimiento de una rutina nueva y forzosa lo que la llevó a buscar a Eduardo de nuevo. Una mañana, revisando fotos viejas, se encontró con la sonrisa que la había enamorado treinta años antes.

Su perfil de Facebook revelaba lo que había imaginado tantas veces. Eduardo conservaba la misma sonrisa y también se había casado. Como Ana, tenía tres hijos, viajaba mucho y seguía viviendo lejos. Parecía que tenía una vida feliz como la de ella y parecía seguir igual de buenmozo que a los veinte. No hacía nada malo si le mandaba un mensaje por Messenger. “¿Cómo estás?”, tipeó y borró varias veces hasta que se animó y puso Enter.

Su perfil de Facebook revelaba lo que había imaginado tantas veces. Eduardo conservaba la misma sonrisa y también se había casado. (Imagen ilustrativa Infobae)Su perfil de Facebook revelaba lo que había imaginado tantas veces. Eduardo conservaba la misma sonrisa y también se había casado. (Imagen ilustrativa Infobae)

Eduardo no usaba mucho las redes sociales y tardó en ver el mensaje de Ana. A ella le pareció coherente que no le contestara. Primero se ofendió y se arrepintió de haberle escrito, ¿por qué exponerse así de nuevo con el tipo que le había roto el corazón cuando eran chicos? Después se olvidó del tema; la de ellos era una historia vieja, había pasado demasiado tiempo y lo más normal del mundo era que ni se acordara de ella. No tenía por qué recordarla como lo había hecho ella, y es que el amor nunca es del todo correspondido; la memoria de una relación nunca es unívoca porque está hecha de recortes de dos personas distintas por lo menos. Lo que para una fue un gran amor, para él otro podía haber sido sólo una más entre muchas historias.

Lo habló con su hermana y unas amigas una tarde de octubre en la que recordaron viejos tiempos. Fue como si lo invocaran al nombrarlo. A los pocos días recibió un mensaje: Eduardo quería saber cómo estaba, le preguntaba por su hermana y su familia. No tardaron en intercambiar teléfonos. Lo primero que le dijo Eduardo cuando la llamó fue que leer su nombre había sido como viajar en el tiempo, directo de regreso al lugar de las mariposas en la panza. El también había intentado buscarla varias veces, pero no se daba mucha maña con Internet.

Durante dos meses hablaron sin descanso, el mismo ida y vuelta de la juventud pero con la velocidad de las redes y los celulares. Ahora eran adultos y tenían recursos. No les costó poner fecha para reencontrarse pronto, el calendario marcó el 8 de enero de 2021. Alquilaron una cabaña en las afueras de Rosario y cada uno inventó su coartada en su casa. Tenían dos días para verse y pensaban aprovecharlos.

Ahora. que eran adultos tenían recursos para recorrer la distancia que los separaba y alquilaron una cabaña en las afueras de Rosario (Imagen ilustrativa Infobae)Ahora. que eran adultos tenían recursos para recorrer la distancia que los separaba y alquilaron una cabaña en las afueras de Rosario (Imagen ilustrativa Infobae)

Eduardo le dice a Infobae que manejó todo el camino con el corazón dado vuelta. Habían hecho videollamadas pero no sabía qué podía pasar cuando se vieran en persona. Se cruzaron en la puerta, cada uno en su auto. Instintivamente, atinaron a bajar las ventanillas y darse las manos. Necesitaban tocarse, unir una distancia de décadas. Cuando por fin bajaron de los autos, se abrazaron con fuerza, como si el abrazo pudiera contener todo lo que les había pasado en esos años. Era como continuar lo que nunca se había cerrado: “Es que lo nuestro fue un flechazo, jamás tuvimos una pelea, ni siquiera pudimos separarnos”, dice Eduardo.

“Treinta y tres años después de enamorarnos, tuvimos nuestra primera vez. Y fue perfecta”, dice Ana. Los encuentros siguieron, cada uno o dos meses, en esa cabaña y en otros hoteles. Eduardo maneja cada vez con la misma ilusión y sin hacerse preguntas, no tiene sentido pensar “qué hubiera sido si” o “qué sería si” se animaran a dar otro paso. Es que los dos tienen familias armadas, responsabilidades y afectos a los que no pueden renunciar de un día para el otro, de la nada. Pero tampoco pueden renunciar a lo que les pasa. Sentir que cuando están juntos están en otro tiempo, que son jóvenes de nuevo, que pueden escaparse una vez por mes a una fantasía tan tangible como sus cuerpos.

“Hace tres años de ese reencuentro y a los dos nos sorprende que todavía sentimos las mismas mariposas cada vez que nos vemos. La distancia que antes nos jugó en contra, ahora juega a favor. Antes abría un abismo entre nosotros y ahora es una de las claves de nuestra relación, porque nunca entramos en una rutina, todo siempre es nuevo y distinto y lo esperamos ansiosos”, dice Ana. Eduardo piensa y siente parecido: “Con Ana sólo hablamos de nosotros dos, es tan lindo lo que nos pasa que no queremos involucrar a nadie más ni hacer proyectos fuera del de querernos. El proyecto nuestro es el hoy y nos hace felices. Siempre duele un poco volver a nuestras vidas, pero vale la pena por toda esta alegría”.

* Amores Reales es una serie de historias verdaderas, contadas por sus protagonistas. En algunas de ellas, los nombres de los protagonistas serán cambiados para proteger su identidad y las fotos, ilustrativas

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